LA SOCIEDAD DEL DESCONOCIMIENTO
La sociedad del conocimiento ha efectuado una radical transformación de la idea de saber, hasta el punto de que cabría denominarla con propiedad la sociedad del desconocimiento, es decir, una sociedad que es cada vez más consciente de su no-saber y que progresa, más que aumentando sus conocimientos, aprendiendo a gestionar el desconocimiento en sus diversas manifestaciones: inseguridad, verosimilitud, riesgo e incertidumbre. Hay incertidumbre en cuanto a los riesgos y las consecuencias de nuestras decisiones, pero también una incertidumbre normativa y de legitimidad. Aparecen nuevas y diversas formas de incertidumbre que no tienen que ver con lo todavía no conocido sino también con lo que no puede conocerse. No es verdad que para cada problema que surja estemos en condiciones de generar el saber correspondiente. Muchas veces el saber de que se dispone tiene una mínima parte apoyada en hechos seguros y otra en hipótesis, presentimientos o indicios. Este retorno de la inseguridad no significa que las sociedades contemporáneas dependan menos de la ciencia, sino todo lo contrario. Esa dependencia es incluso mayor; lo que ha cambiado es la ciencia y el saber en general. Desde hace tiempo dirigimos cada vez más la atención a una serie de aspectos que podrían entenderse como “debilidad de la ciencia”: inseguridad, contextualidad, flexibilidad interpretativa, no-saber. Al mismo tiempo, han cambiado los problemas y, por tanto, el tipo de saber que se requiere. En muchos ámbitos —como, por ejemplo, la regulación de los mercados o los problemas ecológicos— ha de recurrirse a teorías que manejan modelos de verosimilitud pero ninguna previsión exacta en el largo plazo. En las más graves cuestiones que afectan a la naturaleza o al destino de los hombres estamos confrontados a riesgos en relación con los cuales la ciencia no proporciona ninguna fórmula de solución segura. Lo que hace la ciencia es transformar la ignorancia en incertidumbre e inseguridad (Heidenreich 2003, 44). La ciencia no está en condiciones de liberar a la política de la responsabilidad de tener que decidir bajo condiciones de inseguridad. A pesar de que las ciencias han contribuido a ampliar enormemente la cantidad de saber seguro (“reliable knowledge”), cuando se trata de sistemas de elevada complejidad, como el clima, el comportamiento humano, la economía o el medio ambiente, cada vez es más difícil obtener explicaciones causales o previsiones exactas, ya que el saber acumulado hace visible también el universo ilimitado del no-saber. Probablemente lo que está detrás de la erosión de la autoridad de los estados y la crisis de la política sea este proceso de fragilización y pluralización del saber, y no conseguiremos recuperar su capacidad configuradora mientras no acertemos a articular nuevamente el poder con las nuevas formas de saber. Una sociedad del riesgo exige una cultura del riesgo. 44 / La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos Durante mucho tiempo la sociedad moderna ha confiado en poder adoptar las decisiones políticas y económicas sobre la base de un saber (científico), racional y socialmente legitimado. Los persistentes conflictos sobre riesgo, incertidumbre y no saber, así como el continuo disenso de los expertos han demolido crecientemente y de manera irreversible esa confianza. En lugar de eso, lo que sabemos es que la ciencia con mucha frecuencia no es suficientemente fiable y consistente como para poder tomar decisiones objetivamente indiscutibles y socialmente legitimables. Pensemos en el caso de los riesgos que tienen que ver con la salud o el medio ambiente, que generalmente sólo pueden ser identificados con una certeza escasa. De ahí que las decisiones para este tipo de asuntos deban remitir no tanto al saber cuanto a una gestión de la ignorancia justificada, racional y legítima. El modelo de saber que hasta ahora hemos manejado era ingenuamente acumulativo; se suponía que el nuevo saber se añade al anterior sin problematizarlo, haciendo así que retroceda progresivamente el espacio de lo desconocido y aumentando la calculabilidad del mundo. Pero esto ya no es así. La sociedad ya no tiene su principio dinámico en un permanente aumento del conocimiento y un correspondiente retroceso de lo que no se sabe. Hay todo un no-saber que es producido por la ciencia misma, una “sciencebased ignorance” (Ravetz 1990, 26). De manera que este no-saber no es un problema de falta provisional de información, sino que, con el avance del conocimiento y precisamente en virtud de ese crecimiento, aumenta de manera más que proporcional el no-saber (acerca de las consecuencias, alcances, límites y fiabilidad del saber) (Luhmann 1997, 1106). Si en otras épocas los métodos dominantes para combatir la ignorancia consistían en eliminarla, los planteamiento actuales asumen que hay una dimensión irreductible en la ignorancia, por lo que debemos entenderla, tolerarla e incluso servirnos de ella y considerarla un recurso (Smithson 1989; Wehling 2006). Un ejemplo de ello es el hecho de que en una sociedad del conocimiento el riesgo que supone “la confianza en el saber de los otros” se haya convertido en una cuestión clave (Krohn 2003, 99). La sociedad del conocimiento se puede caracterizar precisamente como una sociedad que ha de aprender a gestionar ese desconocimiento. Los límites entre el saber y el no-saber no son ni incuestionables, ni evidentes, ni estables. En muchos casos es una cuestión abierta cuánto se puede todavía saber, qué ya no se puede saber o qué no se sabrá nunca. No se trata del típico discurso de humildad kantiana que confiesa lo poco que sabemos y qué limitado es el conocimiento humano. Es algo incluso más impreciso que esa “ignorancia especificada” de la que hablaba Merton; me refiero a formas débiles de desconocimiento, como el desconocimiento que se supone o se teme, del que no se sabe exactamente lo que no se sabe y La Sociedad del Desconocimiento / 45 hasta qué punto no se sabe. En muchas ocasiones desconocemos lo que puede suceder, pero también incluso “the area of posible outcomes” (Faber / Proops, 1993, 114). La apelación a los “unknown unknowns” que están más allá de las hipótesis de riesgos científicamente establecidas se han convertido en un argumento poderoso y controvertido en las controversias sociales en torno a las nuevas investigaciones y tecnologías. Por supuesto que sigue siendo importante ampliar los horizontes de expectativa y relevancia de manera que sean divisables los espacios del no-saber que hasta ahora no veíamos, proceder al descubrimiento del “desconocimiento que desconocemos”. Pero esta aspiración no debería hacernos caer en la ilusión de creer que el problema del no-saber que se desconoce puede resolverse de un modo tradicional, es decir, disolviéndolo completamente en virtud de más y mejor saber. Incluso allí donde se ha reconocido expresamente la relevancia del no-saber desconocido sigue sin saberse lo que no se sabe y si hay algo decisivo que no se sabe. Las sociedades del conocimiento han de hacerse a la idea de que van a tener que enfrentarse siempre a la cuestión del no-saber desconocido; que nunca estarán en condiciones de saber si y en qué medida son relevantes los “unknown unknowns” a los que están necesariamente confrontadas. Como advierte Ulrich Beck, lo que caracteriza a esta época de las consecuencias secundarias no es el saber sino el no-saber (1996, 298). Este el verdadero terreno de batalla social: quién sabe y quién no, cómo se reconoce o impugna el saber y el no saber. Si nos fijamos bien, de hecho las confrontaciones políticas más importantes son valoraciones distintas del no-saber o de la inseguridad del saber: en la sociedad compiten diferentes valoraciones del miedo, la esperanza, la ilusión, las expectativas, la confianza, las crisis, que no tienen un correlato objetivo indiscutible. Como efecto de esta polémica, se focalizan aquellas dimensiones de no-saber que acompaña al desarrollo de la ciencia: sobre sus consecuencias desconocidas, las cuestiones que deja sin resolver, sobre las limitaciones de su ámbito de validez… Las controversias suelen tener como objeto no tanto el saber mismo como el no-saber que lo acompaña inevitablemente. Quien discute el saber contrario o dominante lo que hace es precisamente eso: “drawing attention to ignorance” (Stocking 1998), subrayar precisamente aquello que ignoramos. Esa “politización del no saber” (Wehling 2006) se hizo patente, por ejemplo, en el marco de las controversias acerca de la política tecnológica a partir de los años 70. No es sólo que cada vez hubiera más conciencia de esa relevancia de lo desconocido, sino que esa percepción y su valoración correspondiente cada vez eran más dispares. Lo que para unos era fundamen- 46 / La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos talmente motivo de temor, despertaba en otros unas expectativas prometedoras. Mientras que unos hablaban de un déficit cognoscitivo pasajero, otros entendían que había algo que nunca se podría saber. Esto ocurría en un momento en el que todos éramos conscientes de que la ciencia no solo producía saber sino también incertidumbre, “zonas ciegas” y no-saber. Los miedos y las inquietudes presentes en buena parte de la opinión pública no son plenamente infundados, como acostumbran a suponer los defensores de una tecnología de riesgo cero. Tras el rechazo social de algunas opciones técnicas hay con frecuencia una percepción de determinadas ignorancias o incertidumbres que la ciencia y la técnica deberían reconocer. En este y en otros conflictos similares lo que chocan son percepciones divergentes e incluso enfrentadas del no-saber. A partir de ahora nuestros grandes dilemas van a girar en torno al “decision-making under ignorance” (Collingridge 1980). La decisión en condiciones de ignorancia requiere nuevas formas de justificación, legitimación y observación de las consecuencias. ¿Cómo podemos protegernos de amenazas frente a las que por definición no se sabe qué hacer? ¿Y cómo se puede hacer justicia a la pluralidad de las percepciones acerca del no-saber si desconocemos la magnitud y la relevancia de lo que no se sabe? ¿Cuánto no-saber podemos permitirnos sin desatar amenazas incontrolables? ¿Qué ignorancia hemos de considerar como relevante y cuánta podemos no atender como inofensiva? ¿Qué equilibrio entre control y azar es tolerable desde el punto de vista de la responsabilidad? Lo que no se sabe, ¿es una carta libre para actuar o, por el contrario, una advertencia de que deben tomarse las máximas precauciones? Las sociedades se enfrentan al no-saber de diversas maneras: desde el punto de vista social las sociedades reaccionan con disenso; desde el punto de vista temporal, con entendimientos provisionales; desde el punto de vista objetivo, con imperativos que tratan de protegerse frente a lo peor (Japp 1997, 307). Pensemos en el caso del “principio de precaución”, que forma ya parte de los tratados de la Unión Europea y de acuerdos internacionales como la declaración de Río sobre el clima. De acuerdo con ellos, la adopción de medidas eficientes para evitar daños serios e irreversibles como el cambio climático no debe ser retrasada por el hecho de que no exista una total evidencia científica. El principio de precaución sigue siendo, no obstante, una norma controvertida cuyas interpretaciones son muy divergentes. En cualquier caso, este tipo de planteamiento son interesantes en la medida en que exploran las consecuencias de algunas decisiones, la verosimilitud de que acontezcan determinados daños, los criterios bajo los cuales esas consecuencias negativas pueden ser aceptables o la búsqueda de posibles alternativas. La Sociedad del Desconocimiento / 47 Se está produciendo así la paradoja de que la sociedad del conocimiento ha acabado con la autoridad del conocimiento. El saber se pluraliza y descentraliza, resulta más frágil y contestable. Pero esto afecta necesariamente al poder, pues estábamos acostumbrados, siguiendo el principio de Bacon, a que el saber fortaleciera al poder, mientras que ahora es justo lo contrario y el saber debilita al poder. Lo que ha tenido lugar es una creciente pluralización y dispersión del saber que lo desmonopoliza y hace muy contestable. Junto a la forma tradicional de producción científica en las universidades aparecen nuevas formas de saber a través de una pluralidad de agentes en la sociedad, como el saber del las ONG, la cualificación profesional de los ciudadanos, el saber de los diversos subsistemas sociales, la accesibilidad de la información, la multiplicación del saber experto… En la medida en que se diversifica la producción de saber, disminuye también la posibilidad de controlar esos procesos. La sociedad del conocimiento se caracteriza por el hecho de que un creciente número de actores dispone de un fondo también creciente de diversos saberes, por lo que estos actores informados están en condiciones de hacer valer el propio saber frente a las intenciones de los gobiernos. En lugar de un aumento de las certezas, lo que tenemos son una pluralidad de voces que discuten cacofónicamente sus pretensiones de saber y sus definiciones del no-saber. Jasanoff ha llamado “tecnologías de la humildad” (2005, 373) a una manera institucionalizada de pensar los márgenes del conocimiento humano -lo desconocido, lo incierto, lo ambiguo y lo incontrolable- reconociendo los límites de la predicción y del control. Un planteamiento semejante impulsa a tener en cuenta la posibilidad de consecuencias imprevistas, a hacer explícitos los aspectos normativos que se esconden en las decisiones técnicas, a reconocer la necesidad de puntos de vista plurales y aprendizaje colectivo. En este contexto, en lugar de la imagen tradicional de una ciencia que produce hechos objetivos “duros”, que hace retroceder a la ignorancia y le dice a la política lo que hay que hacer, se necesita un tipo de ciencia que coopere con la política en la gestión de la incertidumbre (Ravetz 1987, 82). Para eso resulta necesario desarrollar una cultura reflexiva de la inseguridad, que no perciba el no-saber como un ámbito exterior de lo todavía no investigado (Wehling 2004, 101), sino como algo constitutivo del saber y de la ciencia. Lo que no se sabe, el saber inseguro, lo meramente verosímil, las formas de saber no científico y la ignorancia no han de considerarse como fenómenos imperfectos sino como recursos (Bonss 2003, 49). Hay asuntos en los que, al no haber un saber seguro y sin riesgos, debe desarrollarse estrategias cognitivas para actuar en la incertidumbre. Entre los saberes más importantes está la valoración de los riesgos, su gestión y comunicación. Hay que aprender a moverse en un entorno que ya no es de claras relaciones entre causa y efecto, sino borroso y caótico.
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