LA NEUROCIENCIA EDUCATIVA
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La Neurociencia educativa (o Neuroeducación) es un campo científico emergente el cual junta diferentes disciplinas para explorar las interacciones entre los procesos biológicos y la educación.
Para conseguir el anclaje de un aprendizaje en nuestra memoria es necesario algo fundamental: que esté asociado a una emoción. Pero todos estamos mediatizados por nuestra cultura y por nuestra educación. A pesar de que nuestro cerebro está programado para aprender desde que nacemos hasta que morimos, lo hará en mayor o en menor medida en función de las relaciones con base en emociones positivas que se establezcan entre cuerpo, cerebro, mente y medio ambiente.
La parte de nuestro cerebro que se encarga de procesar las emociones se construye antes que la responsable de los procesos cognitivos. Es por ello, que somos capaces de recordar y grabar en la memoria cualquier acontecimiento o cualquier aprendizaje asociado a una emoción, ya sea negativa o positiva. Por ejemplo, recordaremos la frustración de no poder hacer mejor un examen ante el que nos poníamos nerviosos a pesar de haber estudiado. Y recordaremos también con satisfacción aquella vez que ayudamos a un compañero a entender una idea o concepto a través del ejemplo que le pusimos.
La investigación demuestra que tanto las emociones como los sentimientos, pueden fomentar el aprendizaje al intensificar la actividad de las redes neuronales y reforzar las conexiones entre ellas. Algo que es capaz de emocionarnos, activará nuestra atención. Y es esa atención, la que elegirá qué informaciones se archivan en los circuitos neuronales y, por tanto, se aprenden.
¿Cómo puede el docente captar la atención de su alumnado?
Fundamentalmente, ofreciendo al alumno un objetivo significativo, un valor al conocimiento que pretendemos transferirle en la medida que va a resolver una necesidad suya. Para ello, debemos conocer qué les interesan a nuestros alumnos, cuáles son sus inquietudes, qué situaciones cotidianas se encuentran en su entorno social más inmediato. Cuando ese objetivo responde a algo que al alumno le emociona de manera especial, la adquisición del aprendizaje será más rápido porque estará motivado.
Por ejemplo, en el caso de las matemáticas, es posible enseñar determinados conceptos de trigonometría necesarios para ajustar los focos de luz en la representación de navidad. En el caso de la historia o la filosofía, podemos aprovechar cualquier conflicto de convivencia surgido en clase para enseñar conceptos como el bien o el mal, o las causas y consecuencias de determinados actos en el conjunto de la sociedad.
Si antes decíamos que fijábamos en nuestra memoria tanto las emociones negativas como las positivas, también los alumnos recordarán cómo les hicimos sentir. En primer lugar, por si hemos sido capaces desde nuestro liderazgo, de establecer un buen ambiente afectivo en el aula. Desde nosotros como docentes hacia cada alumno en particular mediante el reconocimiento de sus logros, como entre todos los alumnos en general. Si procuramos esa conexión social en el grupo de clase, se sentirán más motivados a colaborar en grupo y estaremos asentando las bases para convertir aquella información en algo útil y, a largo plazo, en un recuerdo accesible y facilitador de nuevas construcciones de conocimiento.
Y en segundo lugar, porque el docente es en sí mismo un generador de emociones. Todos recordamos a aquel docente que afrontaba la clase desde la apatía, como una mera obligación que cumplir, frente al docente apasionado que sonreía y que transmitía curiosidad y mostraba la utilidad de lo que explicaba.
Tener en consideración las emociones significa ser consciente del impacto que generan en las personas. Cualquier emoción tiene una influencia y repercusión en el modo de pensar, sentir y actuar de quien nos escucha. Por eso, la eficiencia de la comunicación es proporcional a la capacidad que tengamos de despertar la emoción en el alumno.
Pero aparte de lo que podemos hacer como docentes para enseñar mejor, el aprendizaje en la escuela, debe ir acompañado de ambientes motivadores.
El cerebro tiene una particular manera de entender el espacio. La arquitectura, el diseño y las condiciones físicas de los espacios en los centros escolares son más importantes de lo que creíamos en el proceso de innovación educativa.
Y las aulas deberían disponer de espacios diferenciados para cada tipo de actividad. Las personas de manera inconsciente nos dirigimos hacia la luz y en espacios luminosos aumenta nuestra capacidad cognitiva. Mientras los techos altos favorecen la creatividad, los techos bajos favorecen la concentración. Tener la visión de un jardín o un árbol desde la ventana nos aporta tranquilidad.
Evidentemente, no podemos hacer una obra en clase para adecuar estos espacios, pero conocer cómo funciona el cerebro en cada uno de ellos, si nos da la opción quizás de plantear alguna actividad al aire libre en el patio o en algún parque cercano.
La disposición de pupitres en línea recta y las esquinas cuadradas, resultan muy aburridas al cerebro. El cerebro se dispone de manera circular y está más predispuesto hacia el trabajo colaborativo si agrupamos a los alumnos en círculo.
En definitiva, la neurociencia aplicada al aprendizaje permite que el docente conozca el sistema nervioso y cómo funciona el cerebro y, a la vez, relacione este conocimiento con el comportamiento de sus alumnos, su propuesta de enseñanza-aprendizaje, su actitud y el ambiente del aula