ESTÉTICA TRANSCULTURAL
La expresión “estética transcultural” [transcultural aesthetics], que ha comenzado a extenderse recientemente [1] (sobre todo desde él ámbito académico angloparlante), tiene aún una demarcación semántica relativamente imprecisa. Se ha propuesto como alternativa la expresión “estética del mundo” por analogía con otras disciplinas emergentes como la “filosofía del mundo” [world philosophy] y los estudios del arte del mundo [world art studies]. El motivo sería que el término “transcultural” puede sugerir que se excluye el estudio comparado de cuestiones estéticas en el interior de las culturas [2]. A este respecto podríamos distinguir entre lo “intercultural” y lo “transcultural”, aunque frecuentemente se usen de manera indistinta, y en la práctica puedan solaparse parcialmente. En el primer caso (interculturalidad), nos referiríamos al estudio comparado entre culturas o a determinadas relaciones entre culturas, en el segundo (transculturalidad), a cuestiones o temas que de algún modo atraviesan las culturas. Obviamente no son incompatibles, pero la metodología, los objetivos, y los ámbitos de estudio pueden ser diferentes. En este sentido, la transculturalidad no solo sería un fenómeno transversal u horizontal, en la forma en que lo es la antropología cultural, sino también vertical, en la forma en que lo es la historia. Cuando Gadamer se pregunta por el carácter transhistórico de ciertas obras de arte [3], se estaría planteando, desde este punto de vista, un problema de transculturalidad vertical, si bien, la práctica de la estética transcultural actual se aproxima más a la antropología positiva que a la especulación metafísica [4]. De manera análoga, la interculturalidad puede darse en el interior de una cultura que, a su vez, contenga una diversidad cultural significativa.
Por otra parte, mientras que la interculturalidad estaría más cerca del diálogo (o de la mera interacción) entre culturas, la transculturalidad sería la heredera conceptual de una universalidad de dimensión antropológica [5]. Bajo cierto punto de vista podría pensarse que, si hubiera que elegir entre ambas denominaciones, la de “estética intercultural” sería más apropiada, ya que, a través de la misma, podría elucidarse, como un posible objetivo o un campo eventual de trabajo, el carácter transcultural de determinados comportamientos, valores o contenidos estéticos. Sin embargo, esta solución se encuentra con que un aspecto de la transculturalidad concierne a un plano biológico y neurocientífico, que como tal no se limita al diálogo y a la comparación entre culturas. Del mismo modo, el diálogo intercultural no tiene porqué centrarse en los aspectos transculturales, sino que puede atender, por ejemplo, a las diferencias o a la producción de nuevas categorías; además, la interculturalidad designa objetos y fenómenos específicos, como el efecto del mal llamado “arte primitivo” en la historia del arte contemporáneo y, en general, la recepción-apropiación en un contexto artístico de producciones de otras culturas.
Se ha sugerido también el uso del término “antropología”, como en “antropología de la estética”, que tiene la ventaja de abarcar tanto las investigaciones básicas de tipo neurobiológico y/o evolutivo que no derivan directamente de un estudio intercultural, cuanto las indagaciones de orden propiamente cultural (entre las que sería factible distinguir un objetivo transcultural de un enfoque intercultural menos ambicioso -si bien, aunque sea implícitamente, la aproximación antropológica es siempre comparativa-). Por otra parte, puede considerarse que la antropología del arte ya se encuentra académicamente reconocida.
Se ha sugerido también el uso del término “antropología”, como en “antropología de la estética”, que tiene la ventaja de abarcar tanto las investigaciones básicas de tipo neurobiológico y/o evolutivo que no derivan directamente de un estudio intercultural, cuanto las indagaciones de orden propiamente cultural (entre las que sería factible distinguir un objetivo transcultural de un enfoque intercultural menos ambicioso -si bien, aunque sea implícitamente, la aproximación antropológica es siempre comparativa-). Por otra parte, puede considerarse que la antropología del arte ya se encuentra académicamente reconocida.
Una posible objeción sería que el término “antropología” “ha sido vinculado íntimamente con un tipo particular de estudio occidental que se centra en culturas que han sido anteriormente construidas por Occidente como primitivas. Por ello, el término «antropología» puede que no sea muy útil para calificar un enfoque que pretende ser multidisciplinar y global en su abarque” [6]. Sin embargo, hace ya años que la antropología se abrió al estudio de las sociedades industrialmente desarrolladas y occidentales [7] (a lo que habría que añadir la orientación antropológica de la historia de Europa según la antropología histórica). Por lo que respecta al enfoque global, me limitaré a reproducir la presentación de la antropología que hace Marvin Harris en su conocido manual Introducción a la antropología general: “Lo que diferencia a nuestra disciplina de otras es su carácter global y comparativo [...] Los antropólogos insisten, ante todo, en que se contrasten las conclusiones extraídas del estudio de un grupo humano o de una determinada civilización con datos provenientes de otros grupos o civilizaciones [...] Para el antropólogo el único modo, el único modo de alcanzar un conocimiento profundo de la humanidad consiste en estudiar tanto las tierras lejanas como las próximas, tanto las épocas remotas como las actuales. Y adoptando esta visión amplia de las experiencia humana, quizá logremos arrancarnos las anteojeras que nos imponen nuestros modos de vida locales para ver al ser humano tal como realmente es” [8].
El único aspecto que puede tensar un eventual marco explícitamente antropológico es probablemente el estudio comparado de las teorías estéticas, cuyo núcleo sería decididamente filosófico. Una posible solución apuntaría a la comprensión de la antropología estética en un sentido interdisciplinar en el que participaran tanto las antropologías positivas como la antropología filosófica.
Otro problema se deriva del uso del término “estética” como concepto propio del pensamiento occidental: ¿Puede emplearse en contextos culturales distintos de aquel en que se produjo? El hecho es que se trata de una término utilizado hoy por estudiosos de todo el planeta en relación con la filosofía del arte y otras teorías relacionadas, es decir, en un sentido amplio que no se reduce a lo que Jean-Marie Schaeffer ha llamado “la doctrina estética” [9] para designar la construcción teórico-disciplinar que se produjo en Europa, y particularmente en Alemania, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Sin embargo, el reconocimiento de este hecho en la práctica no exime de un necesario escrutinio de la distancia con respecto a la noción y a la doctrina estéticas tal y como se forman de Baumgartem a Hegel.
Schaeffer, por otra parte, ha insistido no tanto en la estética como filosofía o teoría cuanto en la estética como dimensión humana transcultural, es decir, como un tipo de experiencia o comportamiento (estéticos) con alcance antropológico (transculturalidad estética).
En cualquier caso, y como conclusión, creo que deben retenerse dos rasgos fundamentales, relacionados entre sí, con respecto a los estudios designados mediante expresiones como “estética comparada”, “estética intercultural”, “estética transcultural” o “estética del mundo”: por un lado, la relevancia de los enfoques y los temas antropológicos, por otro, la puesta en juego de intereses, contribuciones, u orientaciones multidisciplinares o interdisciplinares. Este último aspecto podría relacionarse con una interpretación de la situación actual de la filosofía, como saber que se desenvuelve en diálogo continuo con las ciencias.
En un sentido cercano a estas reflexiones encontramos la observación de Wilfred van Damme de que el empleo de “estética transcultural” “tiende a perpetuar una tradición que concibe la «estética» como una rama de la filosofía, en mi opinión, inapropiada para un contexto multidisciplinar [...] Una vez que uno adopta una perspectiva multidisciplinar, se vuelve evidente que la «estética», aunque tenga su origen como una categoría y temática dentro de la filosofía, se emplea ahora también para significar varios campos de estudio relacionados tal y como son construidos por una variedad de disciplinas distintas de la filosofía, disciplinas tales como la neurociencia, la psicología, la sociología y la antropología” [10].
A partir de esta revisión de la noción de estética Van Damme propone finalmente dos denominaciones: una más amplia, estética del mundo, “para el proyecto mundial y multidisciplinar de intentar entender la dimensión estética del ser humano” [11] (perspectiva panhumana y pancultural), y estética transcultural que se englobaría dentro de la anterior y “centraría parte de su atención en la idea de «belleza» y nociones relacionadas como objetos de reflexión en varias de las tradiciones culturales del mundo” [12]. Desde esta perspectiva, el autor nos proporciona una muestra de lo que entiende corresponde a este ámbito más restringido al demarcar una investigación sobre la belleza mediante tres preguntas [13]:
(1) ¿Es factible esperar que las culturas no-occidentales tengan nociones o conceptos que sean más o menos comparables a la noción o nociones de belleza en Occidente?
(2) ¿En qué medida son estas nociones, en caso de existir, objetos de reflexión filosófica?
(3) ¿Qué tipos de preguntas podemos abordar cuando estudiamos los modos de pensar acerca de los “fenómenos estéticos” de una cultura dada?
Observemos en primer lugar que la respuesta a estas preguntas requiere de entrada una aproximación empírica, no muy diferente de lo que llevaría a cabo un antropólogo. Es necesario partir de lo que efectivamente encontramos en diversas culturas (Inuit, Navaho, pueblos de Melanesia, de África), aunque obviamente la acumulación de información empírica no decide por sí misma las respuestas (la primera de las cuales es aquí afirmativa). Esto se hace más evidente en el caso de la segunda pregunta, comenzando por la necesidad de definir “reflexión filosófica”, pero, de nuevo, es necesario abordar una variedad de situaciones reales: culturas que piensan o tematizan la noción de belleza (o su análogo) y culturas que no lo hacen o que no le conceden importancia, culturas con sistemas elaborados y explícitos de pensamiento (estético) o culturas que, sin carecer de concepciones o creencias al respecto, no las elaboran en el mismo grado o en el mismo plano de abstracción, etc. Este tipo de interrogante parece limitar excesivamente el campo de la estética transcultural (donde, efectivamente, la noción de belleza apunta a un fenómeno propiamente transcultural en el sentido trasversal que señalé anteriormente) en la medida en que requiera de la existencia de una reflexión estética, de un discurso análogo a lo que en Occidente hemos acostumbrado a llamar, sin más adjetivos, filosofía, la estética desborda el perímetro de la filosofía en tanto que hay hechos estéticos y conductas estéticas (y no solo reflexiones o teorías estéticas) [14]. Es un objetivo legítimo, pero la investigación transcultural sobre la belleza no tiene porqué depender de la existencia de sistemas elaborados de pensamiento, tal condición no es necesaria para adoptar el título de estética transcultural, a no ser que se tome el término “estética” en un sentido restringido siguiendo el modelo de la filosofía occidental.
Por último, la tercera pregunta sugiere posibles enfoques o líneas de investigación en un determinado ámbito cultural, la lista de cuestiones puede ser amplia, pero no todas serán pertinentes en todas las culturas o no lo serán de la misma manera. Una perspectiva interesante es la que proporciona el mismo repertorio de preguntas que proporciona la cultura en cuestión (¿Qué preguntas se plantean y porqué? ¿Cuáles consideran relevantes y cuáles no? ¿De qué depende esta jerarquía?), así como la relación entre formulaciones estéticas y prácticas artísticas [15].
La transculturalidad puede ser, sin embargo, entendida en un sentido más amplio, como el que mencionábamos al comienzo, y que se corresponde en gran media con el campo cubierto por el proyecto “panhumano” y “pancultural” al que W. Van Damme se refería al hablar, de manera un tanto indecisa, de estética del mundo. Jean-Marie Schaeffer se sitúa en esta perspectiva, pero más allá de la controversia terminológica su aportación contribuye a una mayor precisión conceptual y a resaltar los aspectos multidisciplinares y antropológicos de un eventual programa de investigación. Veamos como afronta la transculturalidad estética: “Es obvio que abordar la cuestión de la relación estética desde una perspectiva transcultural o antropológica no resuelve los posibles problemas como por arte de magia. De hecho la existencia de un mismo comportamiento en diferentes culturas no basta para mostrarnos cuál es el alcance de esa presencia transcultural ni, sobre todo, a qué se debe. La cuestión se hace aún más complicada por el hecho de que tenemos tendencia a querer responderla con ayuda de dicotomías maniqueas [énfasis de AM]: gen versus entorno, naturaleza versus cultura, o incluso universalidad antropológica versus singularidad cultural. Aunque la cuestión del comportamiento estético se plantee a menudo en el marco de la tercera de estas dicotomías, es indispensable abordar brevemente las dos primeras, dado que se basa en ellas” [16]. Veamos cómo el autor interpreta estas tres cuestiones:
-Genes y entorno: Schaeffer aplica aquí su programa metafilosófico (si bien la apelación a las investigaciones empíricas es una constante de la antropología filosófica). Así, se hace eco de las teorías más recientes en el campo de las ciencias de la vida: el código genético no conduce unidireccionalmente el desarrollo del organismo, sino que más bien existe una interacción constante entre el código genético y el entorno. El entorno influye en qué genes se activarán y de qué modo el código incidirá en el organismo. El autor resume esta actividad mediante la distinción entre condición necesaria y condición suficiente: “Cuando los etólogos y los psicólogos evolucionistas plantean la hipótesis de que tal o cual rasgo conductual tiene una base genética, eso significa que plantean la hipótesis de que es el bagaje genético lo que constituye la condición necesaria de que pueda desarrollarse un individuo, pero no que ese bagaje constituya la condición suficiente y, por tanto, tampoco que las formas fenotípicas de ese rasgo deban ser idénticas en cada individuo” [17].
-Naturaleza y cultura: Para Schaeffer esta dicotomía no tiene razón de ser. Su juicio se deriva la concepción antropológica anteriormente manifestada.
Me parece que no es necesario demostrar que es posible distinguir entre naturaleza y cultura, o que el uso de tales términos puede ser apropiado en el contexto correspondiente, lo decisivo es la manera en que se entiende la articulación entre ambas, que depende de una apuesta antropológica básica (Schaeffer se compromete también con su alcance ontológico). A este respecto, podemos distinguir entre dos interpretaciones (si bien admiten distintas modulaciones): la integral y la escindida, la de la continuidad y la de la oposición, Es decir, la que establece la continuidad entre naturaleza y cultura, y la que subraya la oposición entre ambas. Como Schaeffer se ha declarado nítidamente partidario de la primera interpretación es previsible que rechace una comprensión dicotómica de la cuestión: “el hecho de elaborar lo que llamamos «cultura» es un rasgo de la naturaleza (biológica) del hombre. Es incluso uno de los rasgos específicos de nuestra especie. Es pues absurdo decir que a través de la cultura el hombre se emancipa de su naturaleza biológica. Más bien al contrario: es a través de su cultura (entre otras cosas) como realiza su naturaleza biológica específica. Como en el caso de la dicotomía gen versus entorno, se tiene tendencia a reificar como distinción ontológica lo que consiste en un aumento de la complejidad de niveles funcionales” [18].
-Universalidad y singularidad: En este plano se reproduce en gran medida la diferencia entre naturaleza y cultura, en tanto que se asocie universalidad y naturaleza, por un lado, y singularidad y cultura, por otro. Sin embargo, en el vocabulario de Schaeffer la asociación se produce entre “generalidad transcultural” y “hecho etológico”, de manera que, en su opinión: “Desde el momento en que se puede mostrar que un rasgo posee una generalidad transcultural suficiente, sin que pueda explicarse por transmisión histórica [...] es licito plantear la hipótesis de un hecho etológico, es decir, de un hecho que no tenga origen en la autorreproducción cultural [...], sino por una disposición mental más «general»” [19]. De ahí que pueda sostenerse la hipótesis empírica del carácter etológico del comportamiento estético, ya que numerosas sociedades desarrolladas de manera independiente han dejado testimonios de tal comportamiento. Aquí, evidentemente, resulta crucial el concepto de comportamiento estético que se maneje, pero no me parece difícil llegar a un amplio consenso con respecto al carácter transcultural del comportamiento estético (a no ser que se pretenda una definición particularmente estrecha).
Una vez aceptado este origen se impone la tarea de entender concretamente el fenómeno de la transculturalidad estética, que, con una cierta vaguedad que parece cautelosa el autor describe, como hemos visto, por la existencia de “una disposición mental más «general» que los aprendizajes culturales” [20]. Esta eventual imprecisión se comprende porque la descripción debe abarcar varias posibilidades, ya que la presencia transcultural de un hecho humano puede ser explicada por distintos mecanismos. El autor distingue tres: la homología filogenética, la homología de tradición, y la analogía evolutiva:
- (1) Homología filogenética: “una homología filogenética es un rasgo que se explica mediante una base genética común” [21]. El ejemplo proporcionado por el autor es el hecho del habla humana.
- (2) Homología de tradición: en este caso la homología depende de la transmisión cultural. Schaeffer menciona como medios de esta transmisión el «contagio», el mimetismo y el aprendizaje guiado. Un ejemplo sería el modo de aprender la lengua materna en las distintas comunidades humanas (mediante “inmersión mimética”).
- (3) Analogía evolutiva: cuando la coincidencia entre diferentes poblaciones surge de la existencia de condiciones medioambientales análogas, y de una respuesta adaptativa semejante (que, a su vez, puede depender de una homología filogenética). Las funciones pragmáticas del lenguaje constituirían un ejemplo de estas analogías (la existencia de frases interrogativas y descriptivas no depende de (1) ni de (2), sino que responde a necesidades similares).
Según Schaeffer, la aptitud psicológica que nos permite llevar a cabo un comportamiento estético se debe a una homología filogenética (intraespecífica), básicamente, a determinados rasgos del cerebro humano con una base genética. Sin embargo, la importancia de los comportamientos estéticos en distintas culturas, épocas o grupos sociales, depende de analogías evolutivas de naturaleza cultural. Desde esta perspectiva el desarrollo de tales comportamientos se vería favorecido por un modo de vida en el que el nivel de estrés biológico y social no sea muy alto, “gracias a una vida en comunidad regulada que reserva zonas de quietud y ocio para sus miembros, o al menos una parte de sus miembros” [22]. De este modo, la cultura estética contemporánea en los países industrializados estaría en relación con el desarrollo de las clases medias, mientras que en una sociedad con una estratificación social polarizada podemos encontrar un comportamiento estético extremadamente sofisticado que solo alcanza a una mínima parte de la población.
Un tipo de coincidencias interculturales de explicación más compleja es la que concierne a la elección de los objetos estéticos o estéticamente importantes. En primer lugar, algunas coincidencias podrían depender de factores filogenéticos. Por ejemplo, la respuesta estética a la visión del rostro humano puede considerarse transcultural, y, según el autor, tendría un origen genético, en parte relacionado con la función del rostro como señal sexual. Se ha hablado también, en un sentido semejante, de la respuesta ante las flores. Al parecer algunos etólogos lo han presentado como un rasgo universal fundado genéticamente, sin embargo, la investigación antropológica no confirmaría esta hipótesis. Por ejemplo, se ha opuesto la pasión por las flores en las islas del Pacífico al desinterés de las culturas africanas, en base a factores externos (medioambientales o sociales).
Es importante retener en este punto que la defensa de “una eventual preprogramación genética de ciertas reacciones estéticas no es incompatible con la variación intercultural de esas mismas reacciones” [23]. Es decir que, continuando con los ejemplos manejados, unas culturas privilegiarán determinados rasgos del rostro frente a otros, o situarán en el escalafón estético unas flores sobre otras (probablemente nuestra apreciación de las flores de cerezo esté más cerca de la de los japoneses que la del medio reflejado por las observaciones del autor -v. 45-, aunque solo sea por la publicitación turística del Valle del Jerte). Tal vez, la diferencia entre Oriente y Occidente en la valoración estética de las flores pueda inscribirse en la discrepancia más general en cuanto a la separación de lo útil y lo bello: esta separación estaría menos acentuada en Oriente, en Japón la alfarería y la caligrafía son consideradas verdaderas artes. En suma: la universalidad antropológica de la conducta estética, vinculada a sus fundamentos biológicos, así como el hecho de que existan ciertas preprogramaciones genéticas en el sentido indicado, no es incompatible con la diversidad cultural (“no implica en absoluto la tesis de la uniformidad transcultural de objetos y de conductas” [24]).
La transculturalidad aparece considerablemente limitada en cuanto a su extensión (y probablemente en cuanto a sus consecuencias antropológicas) cuando atendemos a las homologías de tradición, las mejor estudiadas, y quizás las más familiares a la estética transcultural como disciplina emergente. En este caso, al menos atendiendo a los ejemplos ofrecidos por el autor, no cabe hablar de “generalidad transcultural” (aunque los procesos actuales de globalización podrían alterar estos límites). Por una parte, encontramos numerosos ejemplos en el ámbito artístico: el uso estético del teatro en la Antigüedad y en la Modernidad se debería a una homología de tradición, del mismo modo que el carácter central de la caligrafía en el arte chino y en el arte japonés. Por otro lado, también en la relación con la naturaleza, o en el ámbito de lo “bello natural”, es posible distinguir tales homologías, debido a su modulación cultural. Así, la cultura japonesa habría tomado de la china una determinada actitud estética ante la naturaleza
Se puede considerar indudable el mérito de Occidente de haber comenzado a reflexionar sobre los distintos temas del arte y la poética desde con los presocráticos, y definiendo, en el año 1750, un cuerpo teórico sistemático al que Engarabaten denominó la Estética, como una rama legítima de la filosofía. Sin embargo, dicha civilización no aprovechó tan notable ventaja para avanzar hacia una teoría universal, confrontando sus conceptos y modelos con los de otros pueblos. Prefirió imponerlos como un discursos único, que no sirvió por lo común para comprender la producción
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